“Con el pelo rojo de una golfilla del arroyo prenderé fuego a toda la civilización moderna”.
G. K. Chesterton, Lo que está mal en el mundo, 1910.
Parece que la Covid-19 es incapaz de escapar del número ordinal “segundo” (2º). Esta pandemia es la segunda venida en un sentido histórico ya que se ha propagado un siglo después de la última gran epidemia, la mal llamada Gripe Española. Y, además, se manifiesta como una suerte de “segunda entrega” del SARS (Sars-CoV-1) que azotó al sudeste asiático en 2003. Por ende, tenemos “repetición” y “continuidad” y no precisamente “aleatoriedad” y “novedad”. Lejos de considerar que la naturaleza quiere -al modo místico- decirnos algo, se muestran los límites de aquello que el economista austríaco Joseph Schumpeter, con mucho tino, denominó en 1913 la “destrucción creativa” (schöpferische Zerstörung). Estamos en preaviso. Es la historia y no la naturaleza quien nos está queriendo decir algo.
Mediante esta interpelación, la historia nos brinda un ejemplo de rabiosa actualidad. En 1910, el escritor e intelectual británico Gilbert Keith Chesterton escribía What’s wrong with the world, un ensayo de verbo agudo y crítica mordaz en donde reconocía que “La mente moderna se ve forzada a ir hacia el futuro por cierta sensación de fatiga, no exenta de terror, con la que contempla el pasado” (Chesterton, 2013: p.33).
Hoy en día nos encontramos sumidos en esa aterradora huida hacia adelante debido al cortoplacismo, la torpeza y el desdén con que nuestros intelectuales y gobernantes miran al pasado. Pero ¿qué nos interesa realmente de dicha obra? En la conclusión el británico se refiere a un acontecimiento que le dejó consternado: la promulgación de una ley que -con el ánimo de acabar con la plaga de piojos- decretaba cortar el pelo a todos los niños pobres en la Inglaterra de finales del XIX. Este hecho no es escandaloso por su excepcionalidad, las Poor Laws se venían practicando desde Isabel I de Inglaterra (1533-1603).
Lo interesante de estas leyes llegará durante el primer tercio del siglo XIX cuando entraron en contacto con las teorías del clérigo y economista anglicano Thomas Malthus. Este dato no es baladí ya que desde autores mainstream como el politólogo Giovanni Sartori a las grandes organizaciones internacionales como la OMS o la ONU, pasando por el Club de Roma o la cumbre de El Cairo de 1994, ha habido un renovado interés por el maltusianismo[1] como doctrina.
Pero, no perdamos el hilo… Como decíamos, aunque aquellas leyes estuvieran inscritas en una larga tradición, al fundirse con el planteamiento malthusiano se consolidaron como auténticos programas de control demográfico (en los estratos más depauperados de la sociedad). ¿Acaso no sucede esto en la actualidad? Es bien sabido que los planes eugenésicos primero se implantan en el tercer mundo y, luego, en todo caso, llegan a nosotros en forma de boomerang. Pues bien, Chesterton se refería a esa ley del siguiente modo: “Hace un tiempo algunos médicos y otras personas (…) emitieron una orden que decía que había que cortar el pelo muy corto a las niñas pequeñas (…) niñas pequeñas cuyos padres fueran pobres” (Chesterton, 2013: pp.240-241).
Evidentemente las condiciones de insalubridad eran la norma en el periodo inmediatamente posterior a la Revolución Industrial. La suciedad no era solo un signo de pobreza. Así lo atestigua el propio Chesterton: “Muchas costumbres antihigiénicas son habituales entre las niñas ricas” (Chesterton, 2013: p.241). Sin embargo, ¿qué llevó a las autoridades a justificar una ley a todas luces injusta? ¿Por qué cortar el pelo de los niños pobres y no el de los ricos iba a resultar más efectivo en la lucha contra las insidiosas plagas de piojos?
Si bien aquella ley se defendía con una retórica cargada de cinismo: “los pobres se encuentran (…) en submundos de miseria tan apestosos y sofocantes, que no se les debe permitir tener pelo, pues en su caso eso significa tener piojos” (Chesterton, 2013: p.241) (es decir, los pobres por el hecho de ser pobres tienen más probabilidades de coger piojos), hoy se defiende este atropello de un modo muy similar: “a los pobres que se encuentran hacinados en pisos de 30 metros cuadrados no se les debe permitir salir del barrio más que para ir a trabajar, pues en su caso esto significa ser portadores del virus”. Y con semejante descaro, la comunidad de Madrid con Isabel Díaz Ayuso al frente y la aquiescencia de las autoridades sanitarias “a las que la ley moderna autorizó a dictar normas” (Chesterton, 2013: p.240), caemos en la misma trampa que la Inglaterra del XIX. No aprendemos… Entonces, “los médicos sugirieron suprimir el pelo. No pareció habérseles ocurrido suprimir los piojos” (Chesterton, 2013: p.241), hoy, los políticos sugieren suprimir la libre circulación y, desde luego, no parece habérseles ocurrido empeñarse en dar con la cura al coronavirus.
Si bien el obrero entonces tenía que “dejar que el pelo de su hijita, primero, fuera descuidado por culpa de la pobreza y, segundo fuera abolido en nombre de la higiene” (Chesterton, 2013: p.242), hoy el obrero tiene que “dejar que la libertad de su hijita, primero, sea descuidada por culpa de la pobreza y, segundo sea abolida en nombre de la salud”. Pese a que frente a esta situación el hartazgo haya despertado en algunas personas el espíritu de rebeldía, lo ha aplacado también en otras. La resignación se extiende en mayor medida que la rebeldía y el “es lo que hay” se convierte en la frase de moda. Como diría un buen amigo: “es lo que hay” sólo lo dicen los esclavos y los tiranos y “Sería largo y laborioso cortar las cabezas de los tiranos; es más fácil cortar el pelo de los esclavos” (Chesterton, 2013: p.242), es más fácil cercenar libertades, las libertades de los que no cuentan, los niños y los pobres.
«Sería largo y laborioso cortar las cabezas de los tiranos; es más fácil cortar el pelo de los esclavos»
Hoy en día, siglos después de aquello, Fernando Simón, máximo responsable en la gestión de la pandemia, ha permitido desde el inicio de la segunda ola el uso de la Ley General de Salud Pública de 1986 de modo extensible con el pretexto de que ésta dota de mayor margen de maniobra a las comunidades autónomas. Esta decisión ha fomentado algunos “desajustes”. Antes de ser cesado, Quim Torra i Pla estuvo jugando el papel de enfant terrible al aplicar las leyes más restrictivas (y no por ello más efectivas) instrumentalizando políticamente la pandemia de un modo burdo. Por otro lado, las comunidades de Murcia y Madrid se afanaron en aplicar rápidamente la estrategia de los “confinamientos selectivos”, favoreciendo a los barrios más ricos y con menor densidad poblacional (quién sabe si acaso son también los barrios en donde el suelo de voto al Partido Popular es más firme). Como consecuencia, las periferias urbanas han quedado señaladas.
El estudio Impact of COVID-19 outbreak by income: hitting hardest the most deprived publicado en la Journal of Public Health de la Universidad de Oxford señala principalmente tres factores por los cuales la covid-19 ha azotado con más violencia a las clases trabajadoras:
- Trabajos precarios.
- Hacinamiento.
- Enfermedades previas como la hipertensión o la diabetes.
Las rentas bajas, la precariedad laboral, el hacinamiento en bloques de pisos con pocos metros cuadrados, la necesidad de traslado en un transporte público masificado, la exigencia de presencialidad física en el puesto de trabajo y la existencia de enfermedades crónicas previas constatan que estamos frente a una pandemia de clase y que, precisamente por esto mismo, las medidas más drásticas son también medidas de clase. ¿Recuerdan las palabras de Pedro Sánchez en aquellos días aciagos de marzo cuando esta pesadilla acababa de comenzar? “No vamos a dejar a nadie atrás” decía…
Hubo un intenso debate al inicio del confinamiento sobre si dejar o no salir a pasear a los niños pequeños. Por suerte aquello se dirimió con sensatez. Los niños (tanto ricos como pobres) necesitaban airearse, caminar, correr, jugar, ver la luz del sol. Pero, por desgracia, vuelve a imperar el aurea mediocritas.
Así, nuestra clase política parece no “darse cuenta de que la lección de los piojos en los suburbios es que lo que está mal son los suburbios, no el pelo. El pelo es, por decirlo así, una cuestión enraizada” (Chesterton, 2013: p.242). No aprendemos… Lo que está mal son los suburbios, no el contagio. Pero ¿de qué clase de contagio hablamos? El filósofo italiano Giorgio Agamben a propósito de la pandemia en un lúcido artículo titulado Contagio sostenía lo siguiente:
“es difícil no pensar que la situación que crean es exactamente la que los que nos gobiernan han tratado de realizar repetidamente: que las universidades y las escuelas se cierren de una vez por todas y que las lecciones sólo se den en línea, que dejemos de reunirnos y hablar por razones políticas o culturales y sólo intercambiemos mensajes digitales, que en la medida de lo posible las máquinas sustituyan todo contacto -todo contagio- entre los seres humanos” (Agamben, 2020: p.33).
La libertad de esos niños a ir al parque a jugar y contagiarse es, por decirlo así, una cuestión enraizada.
La mera tentativa de iniciar -desde septiembre- un confinamiento selectivo a lo largo y ancho de las 37 áreas sanitarias madrileñas se presenta fue un verdadero despropósito típico del que no ha entendido nada de la historia. Como apuntábamos, aún quedan signos de esperanza, de resistencia. Horas antes de la entrada en vigor de aquella disparatada medida cientos de madrileños se reunieron en varios puntos de la capital bajo proclamas como «¡No es confinamiento, es discriminación! ¡Más sanidad y menos segregar!». Esa rebeldía que nace de profundis como un fuego que irradia al cuerpo social es la rebeldía de “la plebe”. Y, tal y como advirtiera el escritor británico: “La plebe nunca puede rebelarse si no es conservadora, al menos lo bastante como para haber conservado alguna razón para rebelarse” (Chesterton, 2013: p.243).
«Esa rebeldía que nace de profundis como un fuego que irradia al cuerpo social es la rebeldía de ‘la plebe'»
¿Qué enseñanza extraemos de este paralelismo histórico? Chesterton ha sido y es un faro de luz en los momentos en que la bruma espesa del signo de los tiempos nos empuja a aceptar la injusticia. Él empezó “por el pelo de una niña” (Chesterton, 2013: p.244), nosotros tomamos su testigo. Él escribió algunos de los pasajes más bellos y certeros de la historia, nosotros no somos más que una nota a pie de página de sus reflexiones, una segunda venida. Dejemos de mirar con desdén lo que la historia nos ofrece y sigamos la estela de uno de los mayores pensadores que ésta nos dio:
“Con el pelo rojo de una golfilla del arroyo prenderé fuego a toda la civilización moderna. Porque una niña debe tener el pelo largo, debe tener el pelo limpio; porque debe tener el pelo limpio, no debe tener un hogar sucio; porque no debe tener un hogar sucio, debe tener una madre libre y disponible; porque debe tener una madre libre, no debe tener un terrateniente usurero; porque no debe haber un terrateniente usurero, debe haber una redistribución de la propiedad; porque debe haber una redistribución de la propiedad, debe haber una revolución (…) todos los reinos de la tierra deben ser destrozados y mutilados para servirla a ella. Ella es la imagen humana y sagrada; a su alrededor, la trama social debe oscilar, romperse y caer; los pilares de la sociedad vacilarán y los tejados más antiguos se desplomarán, pero no habrá de dañarse ni un pelo de su cabeza” (Chesterton, 2013: p.244).
Dejemos que prenda en nuestros corazones la llama incandescente del pelo cobrizo de esa golfilla de Usera, Villaverde o Vallecas. Dejemos que prenda fuego a este teatro porque el problema no es el contagio, el contacto, sino el suburbio y la pobreza.
BIBLIOGRAFÍA
Agamben, G. (2020). Contagio. En Amadeo, P. (Ed.) Sopa de Wuhan: Pensamiento contemporáneo en tiempos de pandemias, 1ª Edición, marzo de 2020. Editorial: ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio), pp.31-33.
Chesterton, G. K. (2013). Lo que está mal en el mundo [1ª Reimpresión]. Acantilado: Barcelona, España. ISBN: 978-84-96834-73-6.
[1] El malthusianismo o maltusianismo es una teoría demográfica, económica y sociopolítica, desarrollada por el economista británico Thomas Robert Malthus (1766-1834) durante la revolución industrial, según la cual el ritmo de crecimiento de la población responde a una progresión geométrica, mientras que el ritmo de aumento de los recursos para su supervivencia lo hace en progresión aritmética. Por esta razón, de no intervenir obstáculos represivos (hambre, guerras, pestes, etc.), el nacimiento de nuevos seres aumentaría la pauperización gradual de la especie humana e incluso podría provocar su extinción -lo que se ha denominado catástrofe malthusiana. De lo que se desprende que debe haber medidas de ingeniería social que controlen el crecimiento de la población. Malthus, en su libro de 1798 Ensayo sobre el principio de la población (An Essay on the Principle of Population) predijo que la sobrepoblación provocaría la extinción de la raza humana para el año 1880. No consideró el impacto transformador de la Revolución Industrial que, mediante la incorporación de nuevas tecnologías al desarrollo social, permitiría producir alimentos a gran escala de forma sostenida.