El cautiverio de Sartre
En junio de 1940 el ejército francés es derrotado a manos de la Wehrmacht alemana. El avance del III Reich parecía inevitable y en él culminaba el reino de los mil años, pero un reino al servicio del mal. Tras la derrota, el filósofo existencialista Jean-Paul Sartre, que se había alistado un año atrás, es hecho prisionero de guerra y en agosto de ese mismo año llega al Stalag 12D, el campo de prisioneros de Tréveris, Alemania.
Este acontecimiento marcaría profundamente la vida, la obra y el pensamiento del parisino. A lo largo de los meses que pasó allí fraguó una estrecha relación con un grupo de sacerdotes compatriotas que finalmente le ayudarían a escapar del campo. Su propia compañera Simone de Beauvoir, Bernard-Henri Lévy y sus compañeros de cautiverio así lo atestiguarían. En el Stalag 12D murió un Sartre y nació otro completamente diferente, uno del que nadie habla…
Es cierto que grandes obras han germinado a partir de la claustrofóbica experiencia de privación absoluta de libertad… Desde el De profundis de Oscar Wilde a los diarios de Ana Frank, pasando por El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl pareciera que, en el fuero interno del ser, donde se halla la médula ósea del alma, habita una frecuencia, una tenue vibración que atraviesa toda experiencia del sufrimiento humano. Sartre no se podía quedar atrás.
Con apenas 35 años de edad, Jean-Paul Sartre nos deleitaría con su primera obra teatral: “Barioná, el hijo del trueno”. Una obra, desde luego, “bastarda” quizá fruto de una conversión no deseada y de la que trató de distanciarse años después. Y es que prácticamente nadie sabe que el dramaturgo francés dedicó al Misterio de la Navidad algunas de las páginas más bellas que se han escrito sobre la venida de Cristo al mundo. Quién se lo iba a decir…
La paradoja reside en que el mismísimo Sartre, ateo militante donde los haya, una de las mentes más lúcidas del siglo XX, escribiera sobre la Navidad desde el respeto y la ternura con que lo hizo. Poniendo su pluma a trabajar en algo que le trascendía, en algo que estaba por encima de su habitual solipsismo, quiso dedicar una oda a la esperanza a un puñado parias de la tierra. Permítanme hacer spoiler, la obra concluye con esta dedicatoria: “Y vosotros, prisioneros, aquí termina nuestro auto de Navidad que ha sido escrito para vosotros. No sois felices y puede que haya más de uno entre vosotros que haya sentido este sabor de hiel, este sabor acre y salado del que hablo. Pero creo que también para vosotros, en este día de Navidad -y en todos los demás días- ¡siempre habrá alegría!” Aquel que describió con una inquina y rencor sin parangón la pesadumbre de haber nacido, aquel que, en palabras de Moeller, resulta “nauseabundo y viscoso” en sus reflexiones en torno a lo humano, aquel que en su siguiente obra teatral (esta sí conocidísima), Las moscas, situaría a Dios como el principal escollo de la libertad humana, consiguió al mismo tiempo que teólogos como René Laurentin se quitaran el sombrero ante él: “Sartre, ateo deliberado, me ha hecho ver mejor que nadie, si exceptúo los Evangelios, el misterio de la Navidad”.
Pero ¿qué sucedería si esto no fuera una paradoja? Jean-Luc Marion, por ejemplo, dijo de Nietzsche “es el gran teólogo”. Y es que la impertinencia con la que autores como Nietzsche, Heidegger o Sartre interpelan a Dios, les convierte en filósofos imprescindibles para el cristiano, pues extraen las consecuencias finales de un vivir sin Dios, son los estertores del mundo moderno.
Barioná, la ignominia del filósofo ateo
En este sentido, Barioná, el hijo del trueno es un breve paréntesis (de algo menos de 100 páginas) en la pesimista obra del francés. ¡Ojo! Sartre es Sartre y a pesar de tratarse de una historia en la que irrumpe la esperanza, el tono es rematadamente asfixiante, sobre todo en sus soliloquios personales que hace pasar por los monólogos del personaje principal. Porque, ante todo, ¡esta obra es un conflicto interno!, es el instante de una vacilación, la posible apertura a la fe que “nos ofrece -dice José Ángel Agejas en su maravilloso estudio preliminar-, sin duda, la posibilidad de estudiar con un cierto detenimiento el trasfondo de la relación entre Sartre y la fe cristiana, relación como poco, polémica”.
«¡Esta obra es un conflicto interno!, es el instante de una vacilación, la posible apertura a la fe»
Ahí reside la importancia de esta obra en que el filósofo de la desesperanza por antonomasia “tuvo que abrir inevitablemente a sus personajes a la esperanza, clave de bóveda de la obra -de nuevo Agejas-”.
Fue Sartre el que se empeñó en que los guardias del campo de prisioneros accedieran a que se les dejara celebrar la Misa del Gallo. En un primer momento se barajó la opción de hacer un concierto de Navidad, pero él mismo se comprometió a escribir, dirigir, ensayar y actuar…
En tan sólo 6 semanas dio a luz lo que considero humildemente un clásico de la literatura universal, pero que no logró pasar el pertinente filtro censor de los guardianes del templo progresista. ¡Sería una abominación que la primera gran obra teatral del francés versara sobre el Misterio cristiano del nacimiento de Dios! Aunque -como apuntaba- el propio autor el 31 de octubre de 1962 firmaría una nota aclaratoria de cara a las sucesivas ediciones: “El hecho de que haya tomado el tema de la mitología del cristianismo no significa que la dirección de mi pensamiento haya cambiado ni siquiera por un momento durante el cautiverio. Se trataba simplemente, de acuerdo con los sacerdotes prisioneros, de encontrar un tema que pudiera hacer realidad, esa noche de Navidad, la unión más amplia posible entre cristianos y no creyentes”. Sinceramente, suena a excusa barata porque la profundidad desde la que escribe, el tono grave y solemne, el respeto y el asombro de sus personajes con el niñito Mesías no pueden ser fortuitos, sino fruto de un tremendo encuentro de fe. Por sus palabras recorre cual torrente la fuerza de la duda. ¿Y si existe…? Esa pregunta es la que como un martillo golpea al lector una y otra vez en cada párrafo.
Ana Iris o de por qué la vida no es un error
Pero ¿de qué diantres va la historia? ¿Cuál es el argumento? La historia narra la lucha “anticolonialista” contra Roma por parte de un caudillo y líder local de una pequeña aldea de Judea llamada Bethaur (probablemente por una errata en las traducciones se tratara de la aldea de Bethsur geográficamente situada entre Belén y Hebrón, actualmente Beit Sahour “la aldea de los pastores”, de donde se cree que provenían los pastores que adoraron al Niño Jesús en Belén). Barioná, el caudillo era un zelote judío cosa no baladí ya que los zelotes eran la facción más combativa y revolucionaria de la época, el equivalente a los movimientos de liberación nacional del pasado siglo. Se les considera uno de los primeros grupos guerrilleros de la historia y su objetivo era claro: la liberación de Judea de los tentáculos del imperio romano. Pues bien, Sartre, en un claro ejercicio de analogías entre los romanos y los nazis, los judíos y los prisioneros, da inicio a la trama a partir de un emisario de Roma que se dirige a las montañas de Bethaur para exigir una subida de impuestos. Roma se encuentra en una larga, costosa y lacerante guerra y, como es natural, necesita sufragar los gastos, de tal modo que el centro imperial (Roma) se ve obligada a extraer recursos en forma de mano de obra, soldados e impuestos de la periferia colonial (Judea). Hay que tener en cuenta que el crecimiento industrial de ciudades como Belén, el reclutamiento masivo de soldados por parte del profesionalizado ejército romano y la escasa natalidad suponían una hemorragia insostenible desde el campo hacia la ciudad. “Nuestros jóvenes están allí, en la ciudad. En la ciudad, donde se les reduce a servidumbre” dirá el zelote.
Barioná, viendo cómo su pueblo fatigado y envejecido no puede hacer frente a las exigencias tributarias impuestas por el imperio decide sublevarse, sucumbiendo a la desesperanza. ¿Cómo? Tras largas discusiones con Lelius, el emisario romano y tras haber convocado al Consejo de Ancianos a deliberar, llega a la conclusión de que el único modo de no prolongar la dominación romana es dejar morir lentamente a su gente. La precisión con la que el francés dibuja el desolador panorama, esto es, un capitalismo que despedaza a los jóvenes, que nos empuja al desarraigo, al exilio del campo a la ciudad, al hacinamiento y la gentrificación, una pirámide demográfica completamente invertida de una sociedad marchita y envejecida y una nueva roma imperial (en este caso EEUU) que tiene subordinadas cultural, económica y militarmente a América Latina, Medio Oriente y Europa, dota de una actualidad y vigencia pasmosa al libro. ¿Qué ha hecho sino Ana Iris Simón al entonar un J’accuse…! contra la ensoñación liberal del progreso? ¿Qué ha hecho posible que la manchega haya señalado con tanto acierto en Feria que nuestra actitud existencial es exactamente la misma que la de Barioná? Sucede que la sociedad posmoderna ha tomado a pies juntillas la resolución del Consejo y nos lleva a todos al precipicio de dejar de ser.
«La existencia es una lepra vergonzosa que nos roe a todos, y nuestros padres han sido los culpables»
Esta sociedad, al igual que el Barioná más obstinado, considera que “la existencia es una lepra vergonzosa que nos roe a todos, y nuestros padres han sido los culpables”. No en balde uno de los discursos más pujantes durante los momentos más duros de la pandemia era que el verdadero virus es la Humanidad, que somos un error de cálculo, un accidente oprobioso y que sin nosotros la vegetación aumentaba, los animales recuperaban espacios que los humanos les habíamos robado y la contaminación no paraba de descender. Sartre, sin saberlo, presagiaba un tiempo en el que se desprecia la vida humana mientras gatos y perros obtienen su documento nacional de identidad (DNI).
He ahí el drama existencial que plantea Sartre como leitmotiv de la obra. ¿Merece la pena prolongar esta agonía que llamamos vida? ¿Y si tenemos hijos no estamos acaso contribuyendo a esta tremenda injusticia? ¿Acaso cada vida lejos de ser la promesa de un mundo nuevo no es, en realidad, la condena a repetir un mundo a todas luces sórdido? Prometo no seguir haciendo demasiado spoiler, pero estas estremecedoras reflexiones de Barioná merecen ser recogidas aquí:
“Pagaremos ese impuesto. ¡Pero nadie, después de nosotros, pagará más impuestos en este pueblo! (…) mirad: el pueblo es como un teatro vacío cuando el telón ha caído (…) Los que todavía son jóvenes de cuerpo han envejecido en el alma y su corazón está duro como una piedra porque no esperan nada desde su infancia. No esperan nada, salvo la muerte (…) y aquél de entre nosotros que engendra una nueva vida es culpable de prolongar esta agonía (…) el mundo no es más que una caída interminable (…) la vida es una derrota (…) y la mayor locura del mundo es la esperanza (…) Por eso os digo: con resolución tenemos que acostumbrar nuestras almas a la desesperanza (…) es mi decisión: no nos rebelaremos (…) Pagaremos el impuesto para que nuestras mujeres no sufran. Pero el pueblo va a amortajarse con sus propias manos. No haremos más niños. ¡He dicho! (…) No queremos perpetuar la vida ni prolongar los sufrimientos de nuestra raza”
y sigue “deseo que nuestro ejemplo sea anunciado por toda Judea y que sea el origen de una nueva religión, la religión de la nada” porque “cada vez que se trae a un niño al mundo creemos que le damos una oportunidad, y no es cierto. Los naipes están marcados de antemano. La miseria, la desesperanza, la muerte, le esperan en cada esquina”. Cada vez que leo este fragmento el silencio me golpea en el pecho arrebatándome hasta la última brizna de esperanza, pues la consecuencia lógica es dejar de existir.
Esto me lleva al por qué recomendaría este prodigio de obra. Y ciertamente podría encontrar cientos de razones si me pusiera exquisito… Pero todo se reduce a una sola cosa. A pesar de que la historia montada por Sartre es una ficción, a pesar de la distancia espaciotemporal que nos separa de ella, Barioná, el hijo del trueno nos habla a nosotros mismos en este preciso momento. A mí, personalmente, ahora, mientras escribo estas líneas con una manta enrollada en las piernas viendo tras la ventana de mi escritorio un paisaje absorbido por la neblina y tamizado por la lluvia. Y en este preciso momento, totalmente alejado de aquello que escribió Jean-Paul Sartre en pleno cautiverio en 1940, noto cómo vibra y se intensifica esa frecuencia de la que hablaba hasta llevarme al abismo que habita en mi y en cada uno de nosotros. Y la zozobra que provoca cada palabra, cada coma es un testimonio de lo humano.
A pesar de todo, en este contexto en que lo sólido se desvanece en el aire, Ana Iris Simón, a sus 30 años ha decidido ser Sara, la mujer de Barioná. Ella es un claro ejemplo de por qué merece la pena vivir y, como tantas otras madres, no ha dudado por un segundo en entregar su vida aún con miedo de que su hijo inocente sufra y experimente por sí solo lo difícil que es estar en el mundo. Porque, en un momento en que la vida vale tan poco, el camino fácil es esa posición estéril, egoísta y tan arrogante de atreverse a decir: “no traeré a mi hijo a un mundo así”, como si uno supiera lo que el Sino le deparará a ese niño…
«Dejad que el mundo tenga, de nuevo, una oportunidad»
La voz de Sara exclamando “dejad que el mundo tenga, de nuevo, una oportunidad” resonó con una fuerza inusitada en boca de Ana Iris en aquel polémico acto en La Moncloa: “si realmente necesitamos plantarle cara al reto demográfico, apostemos por las familias (…) no habrá Agenda 2030 ni Plan 2050 si en 2021 no hay techo para placas solares porque no tenemos casas, ni niños que se conecten al wifi porque no tenemos hijos”.
A quién NO se lo recomendaría…
Ahora, prefiero detenerme brevemente en aquellos a los que NO recomendaría jamás la lectura de Barioná.
No se lo recomendaría a los ateos que viven afianzados sobre la roca de la convicción de que Dios no existe. No vaya a ser que el latigazo de esta lectura fuera tal que se convirtieran. De hecho, se conoce que uno de los prisioneros se convirtió aquella noche de Navidad. El mismo autor confesaba a su amada: “he escrito una escena del ángel que anuncia a los pastores el nacimiento de Cristo que ha dejado a todos sin respiración (…) incluso a alguno se le saltaban las lágrimas”.
No se lo recomendaría, bajo ningún concepto, a los desesperados, no fuera que encontraran un motivo para vivir, pues a pesar de que en efecto vivamos en un mundo que le rinde culto a la religión de la nada, la evolución de Barioná, las conversaciones con Sara, su esposa, y, sobre todo, los discursos de Baltasar son un cántico a la esperanza. Es más, en uno de sus últimos monólogos, Barioná expectante dirá: “En este establo se levanta una nueva mañana… En este establo ya ha amanecido. Y aquí, fuera, es de noche. Noche en los caminos, noche en mi corazón. Una noche sin estrellas, profunda y tumultuosa (…) y el establo, detrás de mí, luminoso y cerrado, navega como el Arca de Noé a través de la noche encerrando en él la mañana del mundo”. ¿De veras alguien sigue creyendo que Sartre pudo escribir esto por el mero placer de escribirlo?
Tampoco se lo recomendaría a los que viven una religiosidad natural muerta. Me explico. Hablo de aquellos que se relacionan con Dios de un modo interesado, sin dejar que éste nazca en sus corazones y alumbre con su presencia la pobreza, el desorden y la suciedad de su “establo”. Porque Cristo nace en un pesebre hace 2000 años para cambiar tu vida hoy, en este instante y no lo hará bajo tus condiciones, ni proporcionándote una vida cómoda. Hay un momento hacia los compases finales de la obra en que Baltasar denuncia la actitud del zelote Barioná (como podría ser un teólogo de la liberación en la actualidad) que no dista demasiado de la de un publicano (como podría ser un protestante que sólo ve a Dios en el éxito) ni de la de un fariseo (como podría ser un moralista que vive bajo el yugo de la ley y se la impone al resto): “les decepcionará, Barioná, les decepcionará a todos. Esperan de él que expulse a los romanos, y los romanos no serán expulsados, que haga crecer flores y árboles frutales sobre las rocas, y la roca permanecerá estéril, que ponga fin al sufrimiento humano, y dentro de dos mil años la humanidad sufrirá como lo hace ahora (…) hasta esta noche el hombre tenía los ojos cegados por el sufrimiento (…) no veía más allá de sí, y se tenía por un animal herido y loco de dolor que galopa a través de los bosques para huir de su herida y que lleva su dolor con él a todas partes (…) ha venido para sufrir y para enseñarnos cómo hay que tratar el sufrimiento (…) Entonces descubrirás esa verdad que Cristo ha venido a enseñarte y que tú ya sabías: que tú no eres tu sufrimiento”. Para el que vive pensando que Dios le tiene que solucionar la vida esta no es una lectura propicia, no vaya a ser que descubra que Sartre -el ateo- comprendió mucho mejor que él las Sagradas Escrituras.
Por último, no le recomendaría jamás esta obra al nihilista no fuera que, al haber aceptado que el mundo es una caída interminable y que el Hombre no espera nada salvo la muerte y pusiera en práctica esa religión de la nada basada en no engendrar para no ser copartícipe de esta agonía, se diera de bruces con Sara, el personaje central en la conversión de Sartre, digo, Barioná (perdón por el lapsus): “Allí hay una mujer feliz y plena, una madre que ha dado a luz por todas las madres [se refiere a la Virgen María] y lo que ella me ha dado es como un permiso: el permiso de traer mi hijo al mundo (…) Ella ha salvado a mi hijo”.
Aun con todo, puede que haya ateos, desesperanzados, zelotes, publicanos, fariseos y nihilistas que se dejen sorprender por este espléndido libro. A ellos les recomendaría que -de reunir las fuerzas para ponerse a prueba a sí mismos y a sus convicciones- cogieran un whisky con hielo, pusieran de fondo la última de C Tangana, “Ateo” y tarareasen para adentro el estribillo: “Yo era ateo, pero ahora creo, porque un milagro como tu ha tenido que bajar del cielo”, y, con nocturnidad y alevosía lo devoraran en unas horas.