Albert Camus: ¿Sólo la bomba es revolucionaria?

“Si he estado a la altura de la protesta humana contra la violencia, que la muerte corone mi obra con la pureza de la idea”.

Albert Camus, Los justos.

‘Los justos’, la obra

El 15 de diciembre de 1949 se estrenaba en el Théatre Hébertot la obra “Los justos” escrita por el dramaturgo y filósofo francés Albert Camus.

La historia, ambientada en la rusia zarista prerrevolucionaria de principios del siglo XX trata sobre un grupo de jóvenes terroristas que planea atentar contra el Gran Duque con el ánimo de acabar con la opresión y liberar al pueblo ruso de la tiranía. La tensión argumental estalla llegando a su clímax cuando tras meses de preparación del atentado, el encargado de lanzar la bomba se muestra incapaz al ver que en la calesa del duque había dos pálidos y rígidos niñitos: los sobrinos de la víctima. ¿Qué le detuvo? Lo único que podría detener a un joven rebelde antisistema: la voz de la conciencia derivada de la posibilidad de cargar a sus espaldas con el peso de haber asesinado a niños inocentes. Le disuade, eso sí, temporalmente, pues, aunque todo el plan se destartala, el grupo se ve obligado a idear y preparar un segundo atentado tras el fallido.

Si bien es cierto que esta obra suele interpretarse como una puntual visita más al tópico de los fines y los medios, me atrevería a decir que se trata en realidad de una colosal reflexión filosófica que nos acerca a lo que queda de humanitas bajo el antifaz del terrorista, a menudo caricaturizado como un monstruo sin escrúpulos. De ahí el interés que suscitan las páginas de Camus.

Aunque el estilo sea seco y directo, menos de una decena de personajes, un piso clandestino como escenario y cinco actos le bastan al autor para introducirnos en la psique del terrorista revolucionario. Tres son los personajes centrales a partir de los cuales Camus arma la historia. Nos referimos a Iván Kaliayev, el alma más idealista, apodado “El Poeta” para quien la revolución tiene algo de goce estético, un componente de belleza per se; su contraparte Stepan Fedorov, el más implacable de la célula, un terrorista de línea dura para quien la revolución es sólo la revolución: “sólo la bomba es revolucionaria”, dirá; y Dora Dulebov, la única mujer del grupo cuyo motor es el amor, el amor al pueblo ruso, en primer lugar, pero también el amor que profesa a su camarada Kaliayev.

En resumen, se trata de una lectura ágil sin florituras que muestra el rostro más humano de la barbarie… Una obra erigida sobre los pilares de la experiencia humana: sentimientos y emociones como la cólera, la ira, la cobardía, la desconfianza, las dudas, la tensión, la vergüenza, la euforia, la felicidad, etc.

Despotismo, miseria e injusticia: el caldo de cultivo

Camus consigue ponernos en el pellejo del otro, pero de un ‘otro’ abyecto, despreciable. Y es que nadie en su sano juicio bajaría de la atalaya moral en la que vive (creyéndose bueno e incluso pregonando que lo es) para descender poco menos que a la categoría de bestia. Sin embargo, cuando las páginas van pasando logramos arrancarnos ese velo que cubre nuestros ojos, la moralina cae y estamos ya en condiciones de comprender el por qué y también de comenzar a justificar.

Porque aquella gente que ve en la “acción directa” una forma legítima de acción política no nace por generación espontánea, sino de la injusticia solidificada, del peso muerto de la historia y de la herencia esclerótica del mal en el mundo. En ese sentido, en ese contexto se entiende que haya personas que se puedan ver atraídos por el fervor revolucionario. Pues el odio como motor de la acción humana desactiva al sujeto moral-consciente, lo ciega. En Kaliayev se ve perfectamente: “creía que era fácil matar, que bastaba con la idea, y el valor. Pero no soy tan grande y ahora sé que no hay felicidad en el odio”. Y habitualmente creemos estar fuera del alcance de ese odio furibundo, pero no es así… No hace falta llegar al extremo de sujetar una bomba para haber odiado hasta el extremo. ¿Cuántas veces hemos asesinado en nuestro corazón? ¿Cuántas veces ha bastado una palabra para herir de muerte a un hermano, a un amigo, a un compañero de trabajo? ¿Cuántas veces hemos retirado el afecto y la palabra a alguien para dañarlo? Lo fácil es juzgar al terrorista con los anteojos de un maniqueísmo infantiloide, pero ¿qué sucede cuando el odio habita en mi y me corroe como un veneno? ¿tan lejos estoy del implacable Stepan?

«No hace falta llegar al extremo de sujetar una bomba para haber odiado hasta el extremo»

Si se me permite un pequeño excurso, me gustaría llamar la atención sobre un aspecto que corre el riesgo de pasar desapercibido (al menos en una primera lectura). Camus a lo largo de la obra hace un extraño hincapié sobre el peso del artefacto explosivo empleado por los revolucionarios de la época. El historiador de profesión (fanfarrón como él solo) que lea esta explicación pensará: “esta me la sé”, pero no está de más…

A mediados del siglo XIX el revolucionario italiano Felipe Orsini diseñó una pesada bomba que explotaba con el impacto (que más tarde recibiría su nombre) y que encargó fabricar a un armero inglés. Es ampliamente conocido que desde finales del XIX hasta principios del XX, la bomba Orsini se popularizó entre los grupúsculos terroristas. En aquel momento fue todo un avance científico-técnico en el arte de sembrar el terror. Uno de los atentados más emblemáticos en el que se utilizó este artilugio fue el del Teatro del Liceo de Barcelona, El 7 de noviembre de 1893 como represalia por la ejecución del anarquista Paulino Pallás.

¿Pero qué tendrá que ver la bomba Orsini con Camus?  Como decía, el filósofo francés se refiere al peso de la bomba en diversos pasajes. Veamos. Kaliayev en un momento de intimidad con Dora: “Todo ha pasado demasiado deprisa. Esas dos caritas serias y en mi mano, ese peso terrible…”. Voinov (un personaje de menor calado) en conversación con el jefe de la célula: “estar de pie y mudo, con el peso de la bomba en el extremo del brazo” o el propio Voinov más adelante: “me resultará menos difícil morir que llevar mi vida y la de otro en la punta del brazo y decidir el momento en que precipitaré esas dos vidas en las llamas”.

Además de la belleza retórica de la analogía lo que -en mi opinión- trata de explicarnos Camus con ello son dos cosas. En primer lugar, que ese “peso terrible” hace referencia claramente a la conciencia. Un peso terrible que se manifiesta físicamente bajo las leyes de la gravedad y psicológicamente bajo el incómodo silencio interno del remordimiento. En segundo lugar, Camus se vale de Voinov para apuntalar esa fuerte relación entre el peso del objeto (bomba) y el peso en el sujeto (conciencia) introduciendo una nueva variable. A saber, la noción de extremo. No contento con la analogía del peso, la dimensión espacial “extremo/punta” ahonda en la traumática experiencia del terrorista que se ve arrojado a la situación límite de llevarse por delante una vida humana. Esta doble dimensión permite al francés transmitir lo duro que debe ser para el terrorista saber que ese acto -por remota que sea la posibilidad de que Dios exista- lo está condenando. Y esa decisión, más allá de la presión ambiental del grupo, del partido la atraviesa el criminal en el momento del crimen en la solitud más sepulcral.

Yo mismo he sido un parricida, lo reconozco. He odiado a mi padre durante años, incapaz de entender su sufrimiento, incapaz de justificarle. Y sólo el perdón pudo romper la condición de asesino a la que me hallaba encadenado. Y no nos damos cuenta del peligro que corremos al entregarnos a los brazos de esa musa grácil que es la ira. Una sed de justicia desmedida, hipertrófica que nos empuja a la injusticia más absoluta. Pues ya nos advertía Donoso en su Ensayo (1851): “Los mismos que han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso, las han hecho creer más fácilmente que ha de ser un paraíso sin sangre. Si esta ilusión llegase a ser creída por todos, la sangre brotará hasta de las rocas duras y la tierra se transformará en el infierno”.

Y ese veneno que potencialmente nos corroe como individuos puede pasar al grupo y de ahí contagiarse al cuerpo político por entero. Ese proceso es el de la pérdida de la inocencia. Proceso del que da cuenta Dora en una intensa conversación con Boris Annenkov (el jefe del grupo): “Nos envejece tan deprisa todo esto. Nunca más seremos niños, Boria. Con el primer crimen, la infancia huye (…) elegí esto con un corazón alegre y sigo en ello con un corazón triste”. El corazón apesadumbrado nos acompaña a diario, pues sin saberlo escogimos ese mismo camino, el de la ceguera del odio.

El misterio del sufrimiento de los inocentes

Esto nos lleva a la siguiente paradoja: ¿Qué hay de justo en ser injusto? Hay un momento del tercer acto en que Dora da sentido al título de la obra al pronunciar estas palabras: “No somos de este mundo, somos justos”. Y lo hace en línea de continuidad precisamente con la reflexión entorno a la pérdida de la inocencia. El justo -sobre el papel- no puede disfrutar de esta vida pues como para Terencio “Homo sum, humani nihil a me alienum puto”, es humano y nada humano le es ajeno. El justo no tiene tiempo para amar. O al menos ese es el sentido de justicia que motiva a este grupo de justos, de revolucionarios a actuar así. Pero ¿quién es en la historia aquel que ha sido atravesado por cada crimen, por cada injusticia, por la miseria misma del género humano? Cristo en la cruz, Ecce homo.

Cristo encarna y hace suyos todos los males, los sufre: nada humano le es ajeno (agnus Dei). Porque a diferencia del mesías judío, Él se ha hecho hombre. Por ende, sólo hay en la historia una persona que merece el título de justo, un auténtico revolucionario, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos. Y la justicia que Él viene a traer al mundo es radicalmente diferente que la que blasonan Stepan, Kaliayev, Dora o Annenkov. Una justicia que sustituye la bomba, el odio y el terror por el amor, la misericordia y la caridad. Y ese es el gran escándalo que atormenta a Camus y es el mismo escándalo que llevó a Judas a ahorcarse: “Mi reino no es de este mundo” y, por tanto, la justicia de Dios no puede ser tampoco la justicia de los hombres. Detrás del sufrimiento de los inocentes se esconde la ignorancia de los hombres y no la maldad y perversidad de Dios. Detrás de ese misterio se halla la incapacidad de entendimiento del ser humano y no un genio maligno y sádico que disfruta con el dolor de su creación.

«Detrás del sufrimiento de los inocentes se halla la incapacidad de entendimiento del ser humano y no un genio maligno y sádico»

El justo y el siervo: dos disposiciones del espíritu

Esto nos lleva al núcleo de mi personal interpretación de la obra: la contraposición entre el justo revolucionario y el siervo de Yahveh. El terrorista o “justo” (sea este un anarquista ruso, un nacionalista irlandés, un miembro de ETA o un yihadista, da lo mismo) trata de imponer su justicia mediante la violencia. Emergen de la pluma del francés las dos visiones encontradas acerca de lo justo y lo injusto. El inquebrantable Stepan dirá: “No tengo estómago suficiente para bobadas. Cuando decidamos olvidar a los niños, ese día seremos los amos del mundo y la revolución triunfará”. Kaliayev parece -entonces- caerse del caballo: “He aceptado matar para acabar con el despotismo. Pero detrás de lo que dices veo anunciarse un despotismo que, si alguna vez logra instalarse, hará de mí un asesino, cuando yo trato de ser un justiciero”. El pretendido justiciero toma consciencia de ser -a fin de cuentas- un asesino. Pero, por el contrario, y emperrado en su postura, Stepan llegará a la conclusión nihilista: “Hay demasiado que hacer; hay que destruir este mundo de arriba abajo…”. Nihilismo contra el que arremetería Fiódor Dostoyevski en Los demonios (1872) obra cuya impronta en Camus es notoria.

Es decir, el terrorista acepta una cadena de abnegaciones. ¿En qué sentido? Para justificar algo injustificable entra en una vorágine deshumanizadora. En primer lugar, deshumaniza a la persona sobre la que debe caer el peso de su justicia. En cuyo término deviene mero “objetivo” de una misión: “No es a él al que mato. Yo mato el despotismo” -en palabras de Kaliavey-. Pero, sobre todo, experimenta un proceso de deshumanización personal propia. La idea, la justicia (en abstracto), la belleza, Rusia, la Organización, el Partido, el veredicto son modos de externalizar una decisión individual, de anular al sujeto consciente en aras de un “bien superior”. Bajo la falsa apariencia de trascendencia se esconde la inmanencia vulgar del nihilismo revolucionario. El texto está plagado de pasajes en los que el justo no es más que un autómata que actúa por fuera de cualquier juicio moral. Parece una suerte de mecanismo psicológico bajo el cual uno expurga toda su culpa, banalizando el mal. Pongamos algunos ejemplos.

El poeta Kaliayev, en los compases iniciales de la obra (cuando aún no se ha tenido que enfrentar al rostro de los niñitos inocentes) invoca a la idea: “Morir por la idea es la única forma de estar a la altura de la idea. Ésa es la justificación”. De tal modo que él ve en el cadalso la culminación de la idea revolucionaria, el banquete de la pureza. En cuanto a la justicia Dora dirá: “Hemos cargado sobre nosotros la desdicha del mundo”. Algo que desde luego invierte el sentido en que el hijo de Dios cargó con la desdicha de todos los hombres. Con respecto a la belleza, Kaliayev en un ejercicio de cínico esteticismo dirá: “Rusia será hermosa”. Asimismo, Rusia es la justificación por antonomasia. Annenkov, por ejemplo, se referirá a ella en varias ocasiones: “Rusia vivirá, nuestros nietos vivirán” o “Rusia tiene prisa” como si se tratara de un ser animado… Por la Organización Stepan renunció a su vida: “Lo dejé todo por la Organización”, Dora increpará a Kaliayev: “¿me querrías si no estuviese en la Organización?”. Sobre el partido y el veredicto, Skuratov, el inspector de policía que apresó al poeta es cristalino: “Simplemente quería decir que, si usted se obstina en hablar del veredicto, en decir que ha sido el partido y sólo él el que ha juzgado y ejecutado, que el gran duque ha sido muerto no por una bomba, sino por una idea, entonces no necesita usted ninguna gracia”. A este respecto merece la pena leer el opúsculo que la filósofa existencialista cristiana Simone Weil dedica a los partidos políticos, cuyo título es en sí toda una declaración de intenciones. Nos referimos a su Nota sobre la supresión general de los partidos políticos (1940) en donde la francesa afirmará con contundencia: “Los partidos matan en las almas el sentido de la verdad y de la justicia”.

El amor-monólogo vs. el amor-diálogo

Pero ¿qué diferencia sustantiva hay entre esa cadena de abnegaciones y la actitud cristiana? ¿acaso no es una abnegación el dejarse clavar en la cruz sabiéndose inocente? El cristiano ha sido llamado a abnegarse observará el lector más atento y, en efecto, tendrá razón…

La diferencia es que Cristo se niega a sí mismo para darle una nueva oportunidad al mundo. ¿Y no es eso mismo lo que creen hacer los terroristas al imponer al resto su justicia? Dora dará en la tecla. El revolucionario quiere, ama, se entrega y se niega por el pueblo a pesar del pueblo, ergo no lo ama. En sus propias palabras: “Le amamos [al pueblo] con un vasto amor sin apoyo, con un amor desdichado. Vivimos lejos de él, encerrados en nuestros cuartos, perdidos en nuestros pensamientos. Y el pueblo, ¿nos ama el pueblo? ¿Sabe que le amamos? El pueblo calla (…) me pregunto si el amor no es otra cosa, si puede dejar de ser un monólogo (…) ¿Amas tú a nuestro pueblo con esa entrega y esa dulzura, o, por el contrario, lo amas con la llama de la venganza y de la rebeldía?”. Stepan extrae de ello la consecuencia última de un amor estéril, un amor lleno de odio, un amor-monólogo: “Qué importa si nosotros la amamos [a la revolución] con la fuerza suficiente para imponerla a la humanidad entera y salvarla de sí misma y de su esclavitud”. Ahí radica la diferencia. Cristo ama a su pueblo con entrega y dulzura, y su pueblo incluye a los malhechores, a los injustos. Y a los malhechores y a los injustos ha venido Cristo a reconciliarlos con su creador. El justo ama al pueblo con la llama de la venganza y la rebeldía. Por el contrario, Dios establece un amor-diálogo desde el día de la creación pues “En el principio ya existía la Palabra (logos); y la Palabra estaba junto a Dios y era Dios” (Jn 1, 1-2).

Ahora bien, desde que Tomás de Kempis nos invitara a la Imitación de Cristo (1418-1427) el cristiano aceptó consumirse. ¿En qué sentido? Hoy en día vivimos en una sociedad de consumo enferma cuyo mantra es el de consumir experiencias para llenar un vacío existencial que se hace más y más profundo tras cada consumición… ¿Acaso es eso lo que se espera del cristiano? Consumimos los recursos y el medio en el que vivimos, el mundo que nos rodea; consumimos al resto de seres (desde la industria textil a la industria cárnica); consumimos cosas (mercancías), pero cada vez con mayor desenfreno consumimos personas para aliviar -de forma insatisfactoria- un deseo exponencialmente creciente. Este fenómeno consumista que estimula de nuevo un deseo desaforado nos arrincona contra la fría y dura pared de la soledad. Nos aleja a marchas forzadas del ‘otro’ a medida que el ‘otro’ se convierte en un objeto más de un placer esquizofrénico. En esta relación viciada no cabe una experiencia genuina de amor oblativo, de amor como donación. Y no cabe porque el ritmo frenético que impone el consumo nos lleva a la superficialidad. ¡Ojo! La orgía consumista empapa tanto a creyentes como no creyentes y esto es algo que han señalado autores tan dispares como el cineasta italiano Pier Paolo Pasolini o el teólogo metodista Daniel Bell. Tinder o Glovo son tan sólo formas sublimadas de un fenómeno mayor…  

«El consumismo nos aleja a marchas forzadas del ‘otro’ a medida que el ‘otro’ se convierte en un objeto más de un placer esquizofrénico»

La vocación del cristiano es precisamente el negativo perfecto de la vocación revolucionaria y también de este zeitgeist consumista. Ser sal, luz y fermento. Sal para sazonar, luz para alumbrar y fermento para fermentar. El cristiano está llamado a consumirse por y para el ‘otro’, mientras que el justo está dispuesto a consumir al otro a su pesar. El cristiano está llamado a morir de forma injusta por el prójimo, mientras que el justo está dispuesto a llevar la muerte injustamente a cuantos prójimos sea necesario. Porque mientras uno ve el mundo desde las alturas del creador, el otro lo ve desde la inmundicia de la voluntad. Porque para uno el principio es el don del servicio, mientras que para el otro el principio es la insubordinación. Porque mientras uno acepta el veredicto del Sanedrín a sabiendas de que la resolución está condenando al justo por excelencia, el justo, henchido de orgullo exclama: “Mi persona está por encima de usted y de sus amos. Puede usted matarme, no juzgarme”. Y los amos para el libertario revolucionario (sea este de izquierdas o de derechas) son todos aquellos institutos que limitan su voluntad. Recuerden cómo reza el lema anarquista: “Ni Dios [Religión/Moral], ni rey [Tradición], ni patria [Vínculos], ni amo [Sujeción al ‘otro’]”.

Epílogo: del existencialismo como antídoto contra la deshumanización

Déjenme, antes de concluir, recalcar que la lectura de “Los justos” es mucho más profunda que esta columna que a la fuerza no puede ser más que una nota a pie de página. Que la reflexión filosófica de fondo es la de humanizar al que deshumanizó al resto y por el camino se deshumanizó a sí mismo. Que no sirve de nada pensar que uno es mejor que el que empuña un cuchillo, atropella a gente inocente en Barcelona o lanza bombas, pues en nuestro día a día causamos daños igualmente irreparables sin darnos cuenta. Que también ellos sin darse cuenta atentan contra la vida de inocentes, airados frente a la intemperie de un mundo a todas luces injusto. Que queriendo hacer el bien imponen el mal. Y, sobre todo, que esas personas deben estar sufriendo profundamente para acabar con la vida de otros y, en ocasiones, con la suya propia. Que el hecho de que la vida humana se devalúe al ritmo en que lo hace es mucho más preocupante y acuciante que lo haga el mercado de valores. Y que la aparente abnegación en pos de un bien superior dista mucho de una abnegación -sin condiciones- para cargar con las culpas (como el cordero sacrificial). La cadena de abnegaciones del revolucionario más bien parece ser un mecanismo de delegación sobre otros agentes la responsabilidad intransferible de un acto brutalmente injusto.

Porque Camus, a diferencia de Jean-Paul Sartre quien, pocos años atrás, en Muertos sin sepultura (1946) justificara el asesinato como mal menor, se opuso radicalmente al terrorismo como medio para la consecución de cualquier fin político. Y me gustaría cerrar este artículo con una anécdota personal…

Cuando en noviembre de 2015 se perpetró el conjunto de atentados yihadistas en el Barrio de Saint-Denis, París (cuyo caso más sonado fue el de la Sala Bataclan) yo me encontraba -como invitado- en el Seminario Redemptoris Mater de Denver, Colorado. Esa misma noche y aún aturdido y conmocionado por la noticia, el rector del seminario pidió que tras la cena nos reuniéramos todos para rezar por cada uno de los terroristas. No se me ocurre imagen más bella y real para describir la diferencia abismal entre la justicia revolucionaria del justo camusiano y la del siervo de Yahveh (al que hemos sido llamados a imitar).

Tras haber leído este texto, alguno se preguntará -no sin razones- por qué he decidido comparar al justo que retrata Camus con Jesucristo… Pues bien, la intención es revelar que, en los autores existencialistas, ateos o no, subyace un genuino interés por lo humano y que, al estar incardinados en una tradición filosófica cristiana-occidental, se ven obligados a dialogar con dicha tradición y sus particulares preocupaciones, constantemente. Yo tan sólo he querido hacer emerger ese diálogo poniendo en valor siglos y siglos de pensamiento filosófico, escrutando las intenciones y juicios morales de los personajes principales de la obra de Camus.

Casualmente, sería un filósofo también existencialista (de origen ruso) quien nos dió la clave exegética del fenómeno revolucionario de la época: “La religión furtiva, la religión invertida, la pseudoreligión, también es un fenómeno de orden religioso, con su absoluto, su complejidad, su sistema de valores y su falsa y quimérica plenitud (…) es una condición del espíritu y un fenómeno del espíritu, una forma acabada de ver y sentir el mundo”. Este fragmento de Nicólai Berdiaev, en Los fundamentos religiosos del bolchevismo (1917) nos ayuda a aplicar un contraste a la propuesta de Camus para revelar la fotografía al completo. Ustedes eligen a qué disposición del espíritu aspiran…

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