Esta semana se debatía en sede parlamentaria el Proyecto de Ley de protección, derechos y bienestar de los animales. ¿Qué tan misántropo puede llegar a ser el progresismo? En este texto se dan algunas razones de índole filosófica.
¿Podrá el ídolo enseñar?
Habacuc, 2: 19.
En 1975 Michel Foucault publica Vigilar y castigar, una auténtica joya a caballo entre los estudios en criminología, derecho y la especulación filosófica. En este ensayo se preguntó cómo las tecnologías de poder mutaban a lo largo de la historia. En su opinión, el Ancien Régime se caracterizaba por formas «punitivistas de poder», a saber: el suplicio y el castigo. A partir del siglo XVIII, no obstante, hay una ruptura, una quiebra: las instituciones públicas y administrativas ya no buscan castigar, sino reformar y corregir mediante el «encierro», el «trabajo forzoso», el «internamiento», es decir, la privación de libertad. El blanco de la arquitectura de poder se traslada, por ende, del cuerpo, al alma. Al hilo de esta mutación, Foucault en dicho libro diría: «el castigo ha pasado de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos». De tal modo que en aquella época las Poor laws, Work houses y las prisiones no hicieron más que proliferar. Sin embargo, este tipo de penalidad negativa no nos interesa demasiado…
Más adelante en el transcurso de la historia, sobre todo, con del triunfo de la sociedad de masas y el capitalismo tardío, el filósofo francés prefirió hablar de disciplina. El objetivo del poder disciplinario es, pues, una normalización de las conductas; una transformación técnica de los individuos en adecuación a una norma: fabricar hombres normales. Más allá de los errores y los aciertos de lectura en la propuesta de Foucault, resulta interesante ver cómo nuestras sociedades –en el contexto de la posmodernidad– practican una inversión ontológica entre el suplicio y la disciplina. ¿En qué sentido?
Lo lógico sería pensar que en la actualidad el avance técnico-científico y el mundo digital permitan el destierro –de una vez por todas– del ejercicio punitivo del poder. Aunque esto, en la realidad, no es del todo así. Por ser ilustrativo, me gustaría centrarme en una forma concreta de suplicio (como castigo público y ejemplarizante).
Sorrabar: Besar a un animal debajo del rabo. Era castigo infamante que se imponía antiguamente a los ladrones de perros.
En las postrimerías de la Baja Edad Media comienza a aparecer en Romanceros y Cancioneros populares españoles una extraña y bizarra palabra: «sorrabar». ¿Qué diantres significa? Según la RAE, sorrabar es «Besar a un animal debajo del rabo. Era castigo infamante que se imponía antiguamente a los ladrones de perros», aunque también reconoce una segunda acepción «Rogar con sumisión». Pues bien, como decíamos en diversos textos como el Cancionero de Lope de Stúñiga o bien como el Romance de Juan de Salinas de 1585, se menciona esta práctica:
«La necesidad obliga al más desvalido nombre, que es de Marirrabadilla. // A sorrabar a otros, que ansí llaman al rogar y pedir con sumisión».
Romance de Juan de Salinas, 1585.
Por poner otro ejemplo más tardío, el Diccionario de Autoridades:
«Si le tomaren con algun can furtado, que gelo fagan sorrabar, è que torne el can à su dueño».
Diccionario de Autoridades.
¿Pero qué nos importa esto? Pensarán… Paradójicamente, se ha activado en la actualidad una mentalidad servil y sumisa para con los animales. Estos discursos «antiespecistas» -que en su gran mayoría provienen de las universidades progresistas norteamericanas- combinan una misantropía encubierta con un culto manifiesto a las formas de vida no-humanas. Hay una cruzada desde las filas progresistas contra lo humano, y más en particular, contra la sede de lo humano: la familia. Quizá esto atienda a la debilidad de carácter, la falta de compromiso y responsabilidad, el triunfo de las relaciones líquidas, el narcisismo rampante y, sobre todo, la incapacidad de sufrimiento de nuestra generación. Parece mentira que sean los Quique Peinado, Henar Álvarez, Irene Montero, de turno (todos ellos padres y madres), los abanderados de la cruzada contra la institución familiar. Tan adanistas ellos, olvidan que sus rabiosas consignas las defendían ya los futuristas protofascistas de principios del siglo XX…
En 1910, el fundador de esta vanguardia artística, Filippo Tommaso Marinetti escribía: «Veremos desaparecer de este modo no sólo el amor por la mujer-esposa y por la mujer amante, sino también el amor por la madre, ligadura principal de la familia, y como tal, rémora eterna para la atrevida creación del hombre futuro. Una vez libre de la familia, este sofocador de todo fuego de ideal (…) la humanidad triunfará fácilmente del doble amor filial y maternal, esos dos amores confortantes, pero nocivos, dulces cadenas que es preciso destruir…». Los tertulianos, colaboradores, podcasters y columnistas woke también tienen como proyecto político liberarse de la familia, dulce cadena que es preciso destruir.
Hay una cruzada desde las filas progresistas contra lo humano, y más en particular, contra la sede de lo humano: la familia.
Asimismo, esta patulea de izquierdistas de medio pelo aboga por «el amor libre» y, más allá de la profunda contradicción que conlleva esta expresión, pues el amor exige como precondición la libertad, las más de las veces se emplea como eufemismo de «egoísmo libertino». También Marinetti fue un claro defensor de ello. En sus palabras: «Atendiendo a esto, encontramos eficaz, por el pronto, la propaganda en pro del amor libre, que disgrega la familia y acelera su destrucción». Y, por si esto fuera poco, Marinetti se significó en torno al nocivo mito del «amor romántico» contra el que aún día académicas y líderes de opinión feministas tanto cargan: «El inmenso amor romántico quedará reducido a la simple cópula para la conservación de la especie».
Pero, no contentos con ello, ahora pretenden hacernos creer que la sustitución de la natalidad por el capricho de las mascotas es toda una liberación. De tal modo que tanto el DNI para animales como este Proyecto de Ley abren la puerta a bizarradas varias como el sorrabamiento en el Medievo. Pues, ¡fíjense que también Marinetti dedicó unas lúcidas palabras a esta cuestión!: «A los jóvenes más apasionados yo aconsejo el cariño a los animales -caballos, gatos, perros-, porque este cariño puede llenar de una manera normal su necesidad de afectos». Quieren que nos quedemos solos, como mónadas operativas a los intereses de los dueños del mundo. Carne de cañón y mano de obra ensimismada.
Y así es como se produce una inversión ontológica del suplicio a la disciplina. A medida que la apisonadora nihilista se ha instalado en el corazón mismo del pensamiento único fabricando hombres y mujeres normales, vemos cómo valiéndose de la paulatina deshumanización y la deificación e idolatría por los animales, las plantas y la Pachamama, por supuesto, en un juego de prestidigitación, nos cambian los hijos por los perros, la familia por la co-crianza y la dignidad humana por el falso amor propio.
Étienne de La Boétie en su mítico «Discurso» presagió «la servidumbre voluntaria». Hoy, el antiespecismo irracionalista en su visceral guerra contra la familia nos empuja al «sorrabamiento voluntario» al no reconocer jerarquía alguna entre las especies.
Quien no sitúe al Hombre por encima del animal es o bien un demente o bien un psicópata, en cualquier caso, y, a todas luces, un peligro para la sociedad. Hemos aceptado arrodillarnos (suplicio) a lamer públicamente por debajo del rabo a nuestros animales, sin haber cometido delito alguno. Nos hemos adocenado y pidiendo con sumisión (disciplina) a nuestros amos que, por favor, ya que no nos permiten ser felices, nos dejen al menos tener un perrito.