El querer conocer, retener nombres, fechas y detalles, autores y sus obras es tan sólo el reflejo especular de un anhelo de plenitud en el hombre que se sabe incompleto. De ahí que la mayor de las virtudes del filósofo sea la humildad. El que -henchido de orgullo- cree saberlo todo o, al menos, saber todo lo necesario, está cerrado al conocimiento. La compra compulsiva de libros, por poner un ejemplo moderno, es una relación libidinal con el saber. El “letraherido” se ve atraído por dos polos: el consumismo más extremo (del que se aprovecha la industria editorial) y el intento de saciar ese vacío.